El Padre de los Tokamak

 Del libro RECUERDOS SOBRE EL ACADÉMICO ARTSIMÓVICH, colección de relatos de reconocidos científicos soviéticos y extranjeros.


Hannes ALFVEN, Premio Nobel, recuerda: En abril de 1956 cuando culminó la primera
fase de la guerra fría, la delegación de la Academia de Ciencias de Suecia fue una de las primeras
invitadas a visitar Moscú. Para todos nosotros Moscú era una parte desconocida del mundo...Cierta
mañana nos sorprendió mucho la noticia de que se había hecho un cambio en nuestro programa: nos
propusieron visitar un instituto de física. El programa inicial prometía muchas cosas de interés para
aquel día y por ello dijimos que no veíamos la necesidad del cambio. Nos objetaron que la visita
nos daría la posibilidad de conocer a Artsimóvich, Budker, Golovín y Leontóvich. Respondimos
que nunca habíamos oído hablar de estos físicos. Yo no diría que nuestra delegación se destacaba
por su ignorancia. Simplemente, en Occidente casi nadie los conocía.

Cuando llegamos al establecimiento -el actual Instituto de Energía Atómica (IEA) “Igor
Kurchátov”- nos quedamos pasmados al ver que sus laboratorios estaban atestados con los equipos
más complejos. Por supuesto que estos aparatos no eran de colores tan hermosos como en
Occidente, pero era evidente que representaban la última palabra de la técnica. Aún más nos
asombró la erudición de Artsimóvich.

Muchos años después, cuando me invitaron a dictar unas conferencias en este instituto,
comencé diciendo: “Tengo el honor de haber descubierto el Instituto “Kurchátov”, el más
importante de mis descubrimientos.

A pesar de determinados esfuerzos de Occidente, el “Kurchátov”, al parecer, sigue siendo el
instituto de energía nuclear más importante del mundo, ya que allí perdura el espíritu de
Artsimóvich.

En aquella época, Artsimóvich tenía 47 años. Ya había recorrido un largo camino en la
ciencia -de auxiliar de laboratorio a académico- y hacía tiempo que venía trabajando en un
problema cuya actualidad sigue aumentando desde hace ya 30 años: la fusión termonuclear
controlada, que librará a la humanidad del déficit de energía.

He aquí lo que relata el académico Boris KADOMTSEV, discípulo de Artsimóvich:
...Corría el año 1952. El mundo se hallaba en vísperas de la explosión de la primera bomba
termonuclear. Pero en los laboratorios del IEA, bajo la dirección de Artsimóvich, los científicos nos
esforzábamos denodadamente por resolver una audaz tarea; lograr la fusión termonuclear
controlada. Aunque los experimentos iban a toda marcha no conseguíamos el principal efecto
esperado: neutrones-satélites de la reacción termonuclear.

Y de pronto, en el impulso de turno del equipo, el contador de neutrones cobró vida.
¡Habíamos logrado el efecto! Era grande la tentación de considerar los resultados obtenidos con
tanto trabajo como la solución del problema. ¿Y quién iba a culpar a los pioneros? ¿Eran acaso
pocas las Américas que se descubrían tratando de llegar a la India?

Como abogado del diablo, no había nadie más capaz y obsesionado que Artsimóvich, que
dudaba de todo. Hoy podía alegrarse de los resultados obtenidos junto con los demás, pero todos
sabíamos que al día siguiente se oiría su voz escéptica: “¿No estaremos equivocados, profesores?”.
A las proposiciones de ocuparnos seriamente del reactor termonuclear, a partir del efecto
descubierto, Artsimóvich responde: ¡Es temprano aún!, y propone otro experimento decisivo. El
panorama, al fin, se aclaró definitivamente: no se obtuvo un reactor termonuclear, sino un
microacelerador.

“El problema de la fusión termonuclear controlada, por su complejidad, deja atrás a todos
los demás problemas científico-técnicos debido a los éxitos de las ciencias naturales en el siglo
XX”. Y aunque estas palabra de Artsimóvich eran el resumen de las primeras desilusiones, el
ulterior camino estaba claro.

...Artsimóvich se parecía poco al académico tradicional del cine y los libritos, al académico
seco y alejado del mundo. Su energía. Su pícara sonrisa y sus vivos ojos grises le conferían una
extraordinaria atracción.

Las simpáticas niñerías, el amor por las pillerías y las bromas, el ingenio, el gusto por todo
tipo de paradojas, a veces arriesgadas. Su célebre definición “La ciencia es el modo de satisfacer la
curiosidad propia a costa del Estado” pasó de las tradiciones orales a las páginas del libro Los
físicos bromean y aun en nuestros días desconcierta a las mentes de los pedantes.

En sus notas sobre la ciencia, Artsimóvich, ya en tono serio, se expresó de otra manera: “La
ciencia se encuentra en la palma de la mano del Estado y recibe el calor de ella”.

La concepción de los “Tokamaks”, reactores termonucleares propuestos por Artsimóvich, se
confirmó plenamente en los años 60 y estos aparatos se comenzaron a construir en diferentes
países. Artsimóvich bromeaba diciendo que se había convertido en experto internacional en estas
cuestiones.


Harold FURTH, de la Universidad de Princeton, recuerda:

A comienzos de 1969, Artsimóvich fue al Instituto Tecnológico de Massachusetts con el fin
de estimular el desarrollo de las investigaciones termonucleares y lograr una mejoría de las
relaciones soviético-norteamericanas. Se debe destacar que su participación personal desempeñó un
importante papel en el desarrollo de la colaboración científica internacional.
En el otoño de 1970 Artsimóvich visitó de nuevo EE.UU. y “pasó revista” a los proyectos de
los “Tokamaks”. Estuvo en la Universidad de Texas en Austin, donde se construñia una instalación
de estas, y dictó varias conferencias sobre temas científicos y políticos, con planteamientos agudos
e inesperados.

En Texas, Artsimovich fue homenajeado por la administración de la universidad y del
Estado. El gobernador lo declaró ciudadano de honor de Texas, sin hacer caso de la tradición, según
la cual las personas vinculadas a organizaciones comunistas no pueden obtener tal distinción.
Después, Artsimóvich llegó a Princeton, donde asombró a todos al aparecerse con un gran sombrero
tejano (distintivo de los ciudadanos de honor de Texas).

Durante esta visita ofreció consultas acerca del programa de experimentos para el nuevo
“Tokamak” PLT -el análogo norteamericano del T-10 soviético- y aprobó su proyecto, que preveía
utilizar el procedimiento para calentar el plasma inventado por él.
La sensatez, carácter “pendenciero”, sentido del humor y maestría diplomática, voluntad
férrea y valentía son las cualidades que más recuerdan aquellos que conocían bien a Artsimóvich.


Andréi PETROSIANTS, presidente del Comité Estatal de Energía Atómica de la URSS, se
refiere a una situación dramática en la que estuvo junto a Artsimóvich:

En noviembre de 1963 estábamos en comisión de servicio en los EE.UU., invitados por el
profesor Glenn Seaborg, presidente de la Comisión de Energía Atómica (CEA). Para efectuar uno
de los viajes por los laboratorios nacionales, nos proporcionaron el avión del vicepresidente
norteamericano. Durante el vuelo de Nueva York a Oak Ridge (estado de Tennessee), el piloto
informó al profesor Seaborg que uno de los motores se había descompuesto y el otro estaba a punto
de dejar de funcionar (el avión era un bimotor de hélice) y que había decidido desviarse del trayecto
para tratar de aterrizar (si el avión respondía) en el aeropuerto militar de Washington, para lo cual
había pedido autorización por radio y ahora solicitaba su consentimiento.

Imagínense las caras que pusimos el profesor Seaborg y nosotros, en medio del silencio de
muerte que siguió a este breve informe del piloto. A fin de aliviar un tanto la situación, le pregunté
a Artsimóvich: ¿Y qué se bebe en estos casos? Enseguida entendió y siguiéndome la corriente dijo:
“Un buen coñac”. Comenzaron las bromas, si íbamos a morir, que fuese con alegría... Como es
sabido, aquello terminó felizmente y aterrizamos en el aeropuerto de Washington.

Cuando regresaba de sus múltiples viajes al extranjero, a Artsimóvich le gustaba que lo
recibieran, y en su casa siempre lo esperaba una mesa bien servida con sabrosa comida típica
rusa: papas hervidas, arenque, empanadas, ravioles, y, en verano, hongos fritos y empanadillas con
cerezas o arandános. Y siempre repetía: ¡Qué bien se está en casa!
Su padre, profesor de estadística, procedía del antiguo linaje polaco de los Artsimóvich. Su
abueno, que había participado en el levantamiento polaco de 1863-1864, fue deportado por el zar a
Siberia, donde se casó con una muchacha de aquellas tierras. La madre del académico en su
juventud siguió la doctrina de León Tolstoi de no resistencia al mal por medio de la violencia y
después participó en los círculos marxistas.

La niñez del futuro académico transcurrió en los difíciles años de la Guerra Civil en Rusia
(1918-1920). Después de prepararse en su casa, utilizando viejos manuales, a los 12 años rindió
los exámenes de 7º grado, y a los 15 ingresó en la Facultad de Física y Matemáticas de la
Universidad de Bielorrusia. Así comenzó su carrera en la ciencia.

Sus intereses abarcaban tanto los problemas históricos y sociológicos, como los de la lucha
contra la polución del medio y el desarrollo del movimiento de Pugwash, al cual se integró en
1962.

Bernard FELD, que trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, recuerda:
Artsimóvich manifestaba un interés constante por los problemas relacionados con el control
de las armas nucleares. Estuvo en el comité de Pugwash hasta su muerte en 1973 y participó
activamente en los eventos más importantes, desde la discusión del proyecto sobre la prohibición de
las pruebas nucleares, hasta las discusiones informales que sirvieron de base para las
conversaciones sobre la limitación de los armamentos estratégicos.

Lev Artsimóvich (1909-1973) tuvo una brillante vida como científico y personalidad social,
haciendo un aporte notable a la física del siglo XX.

Pasarán los años y, tal vez, la primera central termonuclear del mundo reciba el nombre de la
persona que tanto hiciera para su creación, el nombre de Lev Artimóvich.


EL ACADÉMICO ARTÍMOVICH
SOBRE LA CIENCIA Y LOS CIENTÍFICOS

“La historia de la ciencia demuestra que los científicos, en su mayor parte, son
personas de elevado nivel moral, aunque existen excepciones; pero, en general, estas
excepciones son menos en la ciencia que en cualquier otra rama”.

“Es más fácil crear un nuevo tipo de bomba que una nueva fuente de energía
industrial. Es más fácil elaborar nuevos medios para la guerra bacteriológica que hallar la
manera de curar el cáncer.
Por ello, cada científico debe comprender claramente su responsabilidad ante la
sociedad. En la lucha entre las fuerzas de la paz y de la guerra, el científico no tiene derecho
a permanecer indiferente. Debe utilizar toda su energía, conocimientos y prestigio en la lucha
implacable contra todas las manifestaciones abiertas o solapadas de propaganda belicista, así
como contra todos los intentos de dirigir la labor científica hacia la búsqueda de nuevas y
terribles armas de destrucción”.

Febrero 1983

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