Sobre el arte y la sociedad

Por Adolfo Sánchez Vázquez


Cada sociedad tiene, en cierto sentido, el arte que se merece: a) en cuanto que es el que
favorece o tolera; b) en cuanto que los artistas, miembros de dicha sociedad, crean de acuerdo con
el tipo peculiar de relaciones que mantienen con ella. Ello quiere decir que arte y sociedad, lejos de
hallarse en una relación mutua de exterioridad o indiferencia, se buscan o rehuyen, se encuentran o
separan, pero jamás pueden volverse por completo de espaldas.

Quienes ven en el arte una esfera plenamente gratuita o lúdica; quienes piensan asimismo
que es el despliegue de la más radical individualidad o, finalmente, la esfera absolutamente
autónoma que escapa a toda condicionalidad, tenderán a negar o, al menos, a reducir la importancia
de las relaciones entre el arte y la sociedad. Ahora bien, el arte puede tener un valor en si o
intrínseco sin que ello implique su gratuidad; puede ser, a su vez, expresión de la individualidad
real, concreta, no de la individualidad abstracta, concebida al margen de la comunidad, y, por
último, puede ser una esfera autónoma sin que ello excluya su condicionalidad.

Arte y sociedad no pueden ignorarse porque el arte mismo es un fenómeno social. Lo es,
primero porque el artista por originaria que sea su experiencia vital es un ser social; segundo,
porque su obra, por honda que sea la huella que deje en ella, es siempre un puente, un lazo de unión,
entre el creador y otros miembros de la sociedad; tercero, porque la obra afecta a los demás,
contribuye a elevar o desvalorizar ciertos fines, ideas o valores; o sea, es una fuerza social que, con
su carga emocional o ideológica, sacude o conmueve a otros. Nadie sigue siendo exactamente como
era después de haber sido sacudido por una verdadera obra de arte.

Pero fijemos aún más atención en las relaciones entre el arte y la sociedad, considerándolas
desde el ángulo del artista. Veremos entonces, por un lado, que a éste, en cuanto siente la necesidad
humana de crear de modo que otros puedan compartir los frutos de su creación y, además, de crear
libremente, no puede serle indiferente el tipo de relaciones sociales en el marco de las cuales
produce y que pueden ser favorables u hostiles a su actividad creadora; por otro lado, en el artista se
anudan de un modo peculiar determinados nexos sociales dominantes y, por tanto, aún sin
proponérselo, su obra tiene que que reflejar su modo de sentirse como ser humano, concreto, en el
marco del régimen social dado.

Si las relaciones sociales entre arte y sociedad interesan por igual al artista y a la sociedad es
porque es una actividad humana esencial. Lo es, por supuesto, para el artista que despliega en su
creación las fuerzas esenciales de su ser a la vez que, al objetivar su riqueza humana, establece un
nuevo y originario medio de comunicación con los demás. Lo es también para quienes, sin ser
creadores, sienten también como una necesidad humana vital la absorción de esa experiencia
humana que el artista ha sabido objetivar. Lo es, igualmente, para las instituciones de la sociedad
que expresan los intereses y aspiraciones de determinados grupos sociales y que advierten
claramente la función social -la carga emotiva e ideológica- del arte.

Así, pues, arte y sociedad se implican necesariamente. Ningún arte ha sido impermeable a la
influencia social ni ha dejado, a su vez, de influir en la propia sociedad. Ninguna sociedad ha
renunciado a tener su propio arte y, en consecuencia, a influir en él. El arte es casi tan viejo como el
hombre; vale decir, casi tanto como la sociedad.

Pero las relaciones entre arte y sociedad no están dadas de una vez para siempre; son
relaciones históricas y, por tanto, problemáticas. Cambian tanto la actitud del artista hacia la
sociedad como la de ésta hacia aquel y cambian, por supuesto, porque cambian tanto el hombre
concreto que es el artista como la sociedad en que hace su arte y, con ello, sus valores, ideales y
tradiciones. Lo que en más de una ocasión se ha dicho del hombre, cabe decirlo con mayor razón
del arte y la sociedad: que no tienen naturaleza sino historia. Por ello, sus relaciones varían
históricamente: por parte, del artista, son una veces, de armonía o concordancia; de huida o evasión,
otras; de protesta o rebelión, también. Por parte de la sociedad y del Estado: favorables u hostiles a
la creación artística; de protección o limitación -en mayor o menor grado- de la libertad creadora.

El carácter problemático de las relaciones entre arte y sociedad deriva de la naturaleza
problemática misma del arte. Toda gran obra de arte tiene a la universalidad, a crear un mundo
humano o humanizado que rebase la particularidad histórica, social o de clase. Se integra así en un
universo artístico en el que se instalan la obras de los tiempos más alejados, de los países más
diversos, de las culturas más disímbolas y de las sociedades más opuestas. Todo gran arte es, por
ello, una afirmación de lo universal humano. Pero a esta universalidad se llega partiendo de los
particular: el artista es hombre de su tiempo, de su sociedad, de una cultura o una clase social dadas.

Todo gran arte es particular en sus orígenes, pero es universal en sus resultados. Por el arte, el
hombre como ser particular, histórico, se universaliza; pero no en el plano de una universalidad
abstracta, impersonal o deshumanizada; por el contrario, gracias al arte, el hombre enriquece su
universo humano, salva y hace perdurar lo que tiene de ser concreto y resiste a toda
deshumanización.

El arte ha podido sobrevivir a las grandes limitaciones, sobrevivir y perdurar, en la medida
en que ha partido de un ahora y un aquí concretos; sólo así ha logrado elevarse a la verdadera
universalidad. Lo particular y lo universal se unen en la creación artística tan armónicamente que
basta acentuar excesivamente un término u otro para que esta dialéctica se quiebre no sin graves
consecuencias para el arte mismo. A veces es el artista quien rompe esa unidad por horror a los
particular (a su tiempo, a su clase, a su sociedad); a veces, es la sociedad la que empuja al arte hacia
un camino falso por el ansia de imponer su particularidad (sus valores, sus intereses, sus ideas).

La naturaleza problemática de las relaciones entre arte y sociedad no sólo deriva de esta
dialéctica entre lo universal y lo particular, sino también de la doble condición de obra artística
como fin y medio a la vez, como unidad insoslayable de valores intrínsecos y extrínsecos.

El fin último de la obra de arte es ampliar y enriquecer el territorio de lo humano. El hombre
amplía y enriquece el territorio de lo humano. El hombre amplía o enriquece su mundo creando un
objeto que satisface su necesidad específicamente humana de expresión y comunicación. El arte no
es propiamente imitación de la realidad natural, sino creación de una nueva realidad (humana o
humanizada). El valor supremo de la obra de arte, su valor estético, lo alcanza el artista en la
medida en que es capaz de imprimir una forma determinada a una materia para objetivar un
determinado contenido ideológico y emocional humano, como resultado de lo cual el hombre
extiende su propia realidad.

Pero este valor supremo de la obra de arte -fin último y razón de ser de su existencia- se da
junto, y a través de otros valores: político, mortal, religioso, etc. En la supraestructura ideológica de
la sociedad, estos valores no siempre aparecen en el mismo plano. El predominio de uno u otro se
halla condicionado por una situación histórico-social concreta. En ella unos valores expresan mejor
que otros las aspiraciones e intereses de la clase social dominante. De acuerdo con el valor
dominante en la supraestructura ideológica, las relaciones entre arte y sociedad adquieren un
carácter peculiar. Ello es así porque mientras en una sociedad dada lo particular domina sobre lo
universal, es decir, mientras una clase social impone su interés particular a expensas de del interés
general de la comunidad, dicha sociedad intenta llevar siempre este dominio de lo particular al arte
mismo; primero disociando en él su unidad dialéctica de lo particular y lo universal; segundo, esforzándose porque domine un valor particular -político, religioso, económico, etc.-sobre -o
disociado de- su valor supremo: el estético. Así ha sucedido en la sociedad griega antigua, donde el
arte -particularmente la tragedia- estaba al servicio de la polis, y era un arte político por excelencia.
(Platón expresó claramente esta exigencia de la sociedad ante el arte, al arrojar del Estado ideal a
los poetas y, en general, a los artistas imitativos que no contribuían a la formación política o
ciudadana.) En la sociedad medieval, el arte estaba al servicio de la religión y el artista, conforme a
la ideología dominante, veía los hombres y las cosas como reflejo de una realidad suprasensible y
suprahumana, trascendente. Pero, en estas sociedades, las relaciones entre el artista y la sociedad
eran, por decirlo así, transparentes. Exaltando el valor particular dominante, el artista se reconocía y
afirmaba a si mismo como miembro de esa comunidad. La sociedad, por otra parte, se reconocía, a
su vez, en aquel arte que expresaba sus propios valores.

Desde el Renacimiento, unas nuevas relaciones van minando el dominio de las viejas
relaciones feudales. Surge una nueva clase social -la burguesía- cuyo poder se vincula, ante todo, al
poder creciente de la producción material como expresión del dominio del hombre sobre la
naturaleza. Pero la producción no sólo extiende su dominio sobre la naturaleza, sino también sobre
los propios hombres. La producción ya no está al servicio del hombre, como en la antigua Grecia,
sino que ahora el hombre mismo está al servicio de la producción. Y en cuanto el hombre ya no es
fin, sino medio (transformación de la fuerza de trabajo en mercancía) la producción se vuelve contra
el hombre. Al crecer la esfera de la producción material, todo queda sujeto a sus férreas leyes,
incluso el arte (transformación de la obra artística en mercancía). En la medida en que se extiende la
acción de la ley de la producción material, se extiende la cosificación de la existencia humana. Esta
pierde su carácter concreto, vivo, creador y cobra una dimensión abstracta.

En un mundo en que todo se cuantifica y abstrae, el arte que es la esfera más alta de la
expresión de lo concreto humano, de lo cuantitativo, entra en contradicción con ese mundo
enajenado, y aparece, a su vez, como un reducto insobornable de lo humano.

Por primera vez, arte y sociedad entran en una contradicción radical. El primero se opone a
la segunda como lo propiamente humano a lo que niega al hombre; la sociedad se opone al artista
en cuanto éste se resiste a dejarse cosificar, en cuanto trata de expresar lo humano.
Históricamente, esta situación ha comenzado a darse con el romanticismo, y, desde entonces
hasta nuestros días, no ha hecho más que agudizarse. Los grandes artistas se han apartado de la
sociedad, como lo prueba su divorcio del público. La sociedad burguesa ha respondido al reto del
artista hundiéndole en la miseria, la locura o la muerte.

Hasta ahora -en la sociedad griega,en la Edad Media, incluso en el Renacimiento, en el
período del arte barroco o neoclásico- el artista creaba en armonía con la sociedad; a partir del
romanticismo, comienza a ser el gran solitario y, sobre todo, desde la segunda mitad del siglo XIX,
el gran proscrito. El artista es el hombre que no deja integrar su obra en el universo abstracto,
cuantificado y banal de la sociedad burguesa. Sin tener conciencia del abismo que le separa de ella,
el artista por el solo hecho de permanecer fiel a su voluntad creadora, niega los fundamentos
mismos de esa sociedad. Quien dice creación, dice entonces rebelión. Y cuanto más se banaliza la
existencia humana, cuando más se sustrae su verdadera riqueza, tanto más siente el artista la
necesidad de desplegar su riqueza humana en un objeto concreto-sensible, pero al margen de las
instituciones sociales y artísticas dominantes.

El arte moderno en sus tiempos heroicos es el intento de escapar a la cosificación de la
existencia, intento que por otra vía realiza el proletariado al luchar por cancelar su enajenación. El
artista “maldito” del siglo XIX y comienzos del XX es maldecido justamente por mantener en alto,
con su esfuerzo creador, la bandera contra el universo inerte y abstracto de la burguesia.

Objetivándose, haciendo él mismo este objeto humano o humanizado que es la obra de arte, asegura
la presencia del hombre en las cosas y, con ello, contribuye a impedir que lo humano se cosifique.
De este modo, el fin supremo del arte, su necesidad y razón de ser se vuelven más imperiosas que
nunca, pues en un mundo regido por la cantidad -por el valor de cambio-, por la enajenación del
hombre, el arte -por ser creación, por ser expresión y objetivación del hombre- es uno de los
caminos más valiosos para reconquistar, testimoniar y prolongar la verdadera naturaleza humana.
Jamás el arte ha sido más necesario, porque jamás el hombre se vio tan amenazado por la
deshumanización.

Se ha hablado mucho en los últimos decenios, siguiendo a Ortega, de la “deshumanización
del arte”. Quienes así hablaban no percibían, sin embargo, la “deshumanización del hombre” como
proceso característico de la sociedad burguesa en la que, bajo el imperio de la producción de
plusvalía, el hombre se degrada a la condición de medio, cosa, o mercancía. Los que así hablaban
no acertaban a ver que esa supuesta “deshumanización del arte” era una respuesta -no sin riesgos
para el arte mismo- a la deshumanización del hombre mismo. Estos riesgos existían evidentemente
y el artista se vio arrastrado a ellos por las condiciones peculiares en que se planteaba la tarea de
salvar lo concreto humano. El artista moderno se echó sobre sí una carga que rebasaba sus fuerzas,
pues la reconquista de lo concreto humano, la afirmación del hombre en un mundo enajenado, no
podía ser una tarea exclusiva del arte.

El artista ha reaccionado ante una sociedad en la que rige la ley de la producción material
capitalista, rompiendo con ella, amurallándose en su creación. Ha afirmado así su libertad, pero una
libertad que era el fruto de una necesidad. El artista no podía dejar de obrar así sin dejar de serlo. Es
la hostilidad de una sociedad determinada la que le obliga a adoptar esta actitud. Por tanto, aunque
la ha adoptado para preservar su libertad creadora tiene, en el fondo, una raíz social. Sólo una
sociedad como la moderna le ha obligado a dar a su creación ese perfil heroico que hallamos en la
actividad artística de un Van Gogh o un Modigliani, porque sólo en esta sociedad el artista ha
notado que, con la transformación de su creación en cosa, un abismo terrible se abre a sus pies. Solo
así ha logrado afirmarse como artista y como hombre.

Pero se ha afirmado poniendo en peligro aspectos vitales del arte mismo; alargando
distancias, cortando lazos y puentes. Es decir, estrechando, hasta casi ahogar lo que le pertenece,
por esencia, su capacidad de comunicación. El arte ha podido sustraerse a una sociedad banal, a un
universo abstracto e inhumano, en la medida en que ha cortado amarras, y se ha convertido en una
ciudad sitiada. Tal es el precio terrible que ha tenido que pagar en la sociedad burguesa para salvar
su esencia creadora. El arte moderno ha contribuido a rescatar lo concreto humano, pero su
contribución tiene que revalidarla en nuestros días restableciendo la comunicación perdida,
levantando los puentes hundidos entre el artista y el pueblo. No se trata de asegurar una fácil
inteligibilidad que sea producto de un doble relajamiento: el de la obra de arte, y el del espectador.
No; se trata de una comunicación que sólo puede alcanzarse por una doble elevación: de la calidad
de la obra y de la sensibilidad artística del público. Pero para ello hay que tender nuevos puentes,
los indispensables para salir del solipsismo en que han caído, en gran parte, la creación artística de
nuestra época.

El verdadero artista es el hombre capaz de establecer un nuevo lenguaje allí donde el
lenguaje ordinario se detiene. El objeto que él crea no puede ser un punto de llegada; por el
contrario, gracias a este objeto, es capaz de llegar a los demás.

El verdadero arte revela siempre aspectos esenciales de la condición humana, pero de modo
que su revelación pueda ser compartida. La incomunicación artística es, por tanto, la negación del
arte en un aspecto que es consustancial con él.

Después de haber rehuído su relación con el universo abstracto, burgués que hostilizaba su
esencia creadora, el arte moderno tiene que buscar la vinculación con los demás. Pero se trata, a su
vez, de una búsqueda que en realidad sea un encuentro, pues también el público tiene que buscar al
arte y recorrer, por tanto, un trecho del camino. Así, mientras el artista busca los medios de
expresión que aseguren la comunicación indispensable, el público apartándose del seudoarte que
corresponde a un mundo cosificado y degradado, tieneque salir al encuentro del arte verdadero.

Pero, en ambos casos, no estamos ante un problema que pueda resolverse en un plano
meramente estético, pues es preciso que se den ciertas premisas sociales comunes, con lo cual, una
vez más, entran en estrecha relación arte y sociedad.

La comunicabilidad que busca el artista sólo puede darse cuando la sociedad no aparezca
ante sus ojos como un medio puramente hostil, como un universo abstracto que sólo puede agostar
la creación artística. En este sentido, el problema de la comunicabilidad artística es inseparable del
problema de la conquista de una verdadera comunicación entre los hombres. El destino del arte se
vuelve así solidario del de las fuerzas sociales que pugnan por poner fin al desgarramiento que
padece, en nuestra época, tanto la sociedad como cada hombre en particular, entre la verdadera
individualidad y la comunidad. Estas fuerzas sociales existen y, en consecuencia, la rebelión heroica
del artista moderno de otros tiempos no puede tener hoy el carácter exclusivo y desmesurado que
tenía cuando sólo se le consideraba como un proscrito.

Por otra parte, el público no puede salir al encuentro del verdadero arte mientras no se libere
asimismo del seudoarte propio del mundo humano enajenado. Ahora bien, como este arte barato y
falsificado vive, sobre todo, gracias a los poderosos medios técnicos y económicos que aseguran su
difusión, y estos medios se hallan en manos de las fuerzas sociales interesadas en mantener ese
mundo abstracto, cosificado, la liberación del público no es tarea que corresponda exclusivamente a
los artistas o a los educadores estéticos, sino que es inseparable de la emancipación económica y
social de la sociedad entera.

Con lo cual, vuelven a cruzarse, de un modo decisivo para ambos, el destino del arte y de la
sociedad.

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